Alejandro Gatta
The photographic work of Chilean artist Alejandro Gatta, is highly mysterious and intriguing.
Throughout almost 20 years of career, this photographer has sought to capture in the images that he captures the different nuances of the human condition, an extremely complex job. Through suspense, passion and scenes in which violence is glimpsed, Alejandro Gatta makes the viewer reflect. The mystery that this artist creates is done in a sophisticated way through subtle compositions where facial expressions, the way of looking or the position of the body reveal vulnerable aspects of people.
"All the inhabitants of my photographs are characters from the same theater and they biography me One way or another." Alejandro Gatta.
We started exhibiting his artworks in US in 2019 at Art Palm Beach, and continued in 2021 at the Coral Gables Gally Gallery. Received with great admiration for his technique, the emotions he captures, the conceptual development behind his artworks and collections.
Collections
Jinetes Fantasmas
Gestos Espectrales
Se lee a un filósofo cuando dice que un rostro desafía la homogeneidad con la que se relega a los cuerpos cada vez que se usa un plano general. Y es que más allá de la banalidad implicada en reconocer que no existe una nariz igual a otra nariz, un ojo igual a otro ojo, y menos una teta igual a otra teta, el rostro carga con múltiples posibilidades de variación a través de la gestualidad que lo hace diferenciarse de cualquier otro. Esta singularidad encarnada en un rostro le da visibilidad a lo que antes parecía oculto. Algunos dicen que cada expresión iría configurando lo que llaman identidad, como si los gestos pudieran enhebrarse unívocamente, como si se desconociera en el propio cuerpo los resultados del efecto Kuleshov. Antes bien, con cada gesto se reta a la inmovilidad de un rostro obligado a parecerse a sí mismo, configurándose en vez una relación de permanente batalla. De pronto, la historia contrariada de la singularidad de aquel rostro que gesticula se interrumpe al ocultarse con un trapo deshilachado recién sacado del tacho de la basura. Es como si con dicho ocultamiento quisiera enfilarse detrás del músico que afirma que un rostro enmascarado dice la verdad a diferencia del rostro que no lo está. Debido a la precariedad y al material de la máscara elegida se intuye que esta debe ser una verdad incómoda, olvidada, marginada. De esas verdades de escasa revelación que cuando operan en el mundo van dejando tras de sí un montículo de cadáveres. Aquel rostro cubierto con un trapo monocromo emula también la figura de aquellos que se cuelan entre quienes marchan por las calles decididos a interrumpir el tiempo del trabajo. Pero, a diferencia de esos encapuchados cuyo ocultamiento sirve para transformar el acto de protesta en una coreografía de anónimos, el ojo o la boca, o el ojo y la boca que aparecen de improviso parecen querer reforzar la radicalidad de un gesto. Ahora su cuerpo es el caballo y su gesto es el jinete. Juntos los jinetes forman una caballería que sin embargo se dispone a atacar en solitario, cada uno con la singularidad de su propio gesto. Ya no se escudan en una masa que, homogénea, camina tras de un lienzo común, sino que por medio de la reducción a un ojo o a una boca, o a un ojo y una boca se manifiesta la potencia de lo que se oculta. De este modo, se transforman en cíclopes con forma femenina que ya no forjan los rayos de Zeus, sino que desafían la propia identidad con la que se las obliga a cargar. Como si el gesto de ocultamiento del rostro fuera el arma que sirve paradójicamente para visibilizar lo que está oculto. Con tan solo una mirada, con tal solo un gesto, reivindican su propia naturaleza híbrida: no son ni hombres ni dioses. Y es que la fuerza y el poder con que se caracterizaba a los cíclopes, todos varones, se desarticula en la potencia del gesto femenino que, sin contraponerse a la brusquedad, logra darle una vuelta de tuercas. Y es la cámara fotográfica la que captura ese único gesto que constituye una identidad dispuesta a revisarse una y mil veces. Como si el fotógrafo quisiera superar la total artificialidad del pintor que se limita a imitar un rostro. Así, a través de su ojo disparador nos recuerda que hay vida tras el ocultamiento, que hay un rostro detrás de la máscara, que con tan solo una mirada basta. Y entonces nos muestra la disposición siempre espectral de ese único gesto que desafía cualquier identidad pétrea.
Memorias
Nocturnos
Residuos Oníricos
Suena como un eco la voz del aprendiz que, con la impertinencia que le da su juventud, aconseja al maestro utilizar el material proporcionado por sus sueños de manera que en la obra se diseminen los residuos nocturnos, al igual que en los sueños están diseminados los residuos diurnos. Es la respuesta de un asistente de dirección tras escuchar atentamente a un director que ha vivido el doble de años que él, y que inesperadamente le confiesa de la aparición recurrente de la castración cada vez que logra conciliar el sueño. Un sueño que se cuela en el día de rodaje como la sombra que artificialmente pone el pintor en sus cuadros para desintegrar la carne hasta convertirla en una forma monstruosa. Como si a través de un juego de luces se pudiera enfrentar al espectador con la propia pulsión de muerte. Cargando con aquella tradición, el director está sin embargo convencido que a diferencia de la pintura el cine pertenece al orden de la vida, y que por eso al ver un filme se puede percibir su artificialidad al mismo tiempo que se presenta como real, y entonces aparece en nuestra memoria como algo soñado. Ahora aquel eco resuena en la experimentación del fotógrafo quien, como un lobo que aúlla con el hocico apuntando al suelo, pretende invertir el orden de las cosas previamente fijado por el director. Sin dejar de escucharlo con la insistencia que caracteriza a la obsesión de quien trabaja también con las manos, materializa dicho eco en el peso de unos cuerpos híbridos que parecen afectados por el paso del tiempo. Como si con la cámara fotográfica quisiera removerlos de su cotidiano captándolos en su estado más primitivo, como si los hiciera gritar en silencio. Cual artesano recorta antes el espacio haciendo de la precariedad su tesoro más preciado. De este modo, arroja a los cuerpos a la fragilidad implicada en la disposición de apenas un puñado de cosas con las que se relaciona de manera incómoda. Es con el posterior disparo que las luces y las sombras con las que ha configurado imaginariamente el espacio adquieren espesa realidad. De lo que resulta la presentación de esos cuerpos realizando tantas acciones que por diversas se vuelven difusas, tan contemporáneas como aparecen en la actividad del sueño, a ratos extremando el gesto envolviéndolos con colores que por brillantes parecen inverosímiles. Es como si el misterio que se esconde tras la presencia de las cosas que solo la cámara de cine puede mostrar en su duración, quisiera ser documentada, diseccionada, estudiada a través del corte que produce la cámara fotográfica. Es esa suspensión del tiempo en el encuadre que no produce una borradura del movimiento, sino que lo petrifica, como si quisiera hacer visible lo invisible; situar en el mismo plano lo real y lo imaginario, la vida y la muerte, lo racional y lo irracional; llegar como han intentado otros a ese punto crítico entre el estado de vigilia y el estado de quien duerme. Como si hubiera en ese movimiento algo que el propio movimiento oculta, y que entonces solo puede ser captado con la quietud que proporciona el ojo disparador. Como si se reclamara heredero hereje de Cocteau, el fotógrafo exhibe su secreto más oscuro a la luz de día, confiándolo a todo el mundo, y entonces transformándolo en un sueño a ser vivido colectivamente.